jueves, 10 de diciembre de 2009

Ataque inglés a Santa Cruz de Tenerife

En 1797, el contralmirante inglés, Horacio Nelson pretendía atacar Santa Cruz de Tenerife para someter las islas Canarias a la Corona Británica, como hito de paso en el camino desde la Gran Bretaña a las posesiones del Sur de África.

El Contralmirante Nelson contaba con 3 navíos de 74 cañones, Theseus, Culloden y Zealous, un navío de 50 cañones, Leader; 3 fragatas de 38 a 32 cañones, Emerald, Seahorse, Terpsichore y la bombardera capturada con anterioridad a los españoles, Rayo. Se organizó una fuerza de desembarco con 900 hombres para tomar la ciudad.

En un primer momento, Nelson tenía la idea de desembarcar en la playa de Valleseco (a unos tres kilómetros al norte de la ciudad), avanzar hasta el montículo conocido como Altura, atacar por la retaguardia el castillo de Paso Alto y con este triunfo en su mano negociar la rendición de la ciudad. Si no se conseguía la rendición inmediata de la ciudad se enviaría otra fuerza de desembarco contra la ciudad misma. Nelson, con la soberbia típica de los ingleses no contaba con que los españoles ofrecerían una resistencia eficaz.

Los buques ingleses fueron avistados en la noche del 21 al 22 de julio. Rápidamente se dio aviso al gobernador de Tenerife, el teniente general Gutiérrez, quién dio la orden de aprestar las defensas ante el inminente ataque. Se tocó a rebato en las iglesias de la isla y los ciudadanos y campesinos se unieron a sus respectivas milicias, pues las tropas regulares eran pocas.

En la madrugada del día 22 de julio, las fragatas inglesas se pusieron al pairo a cinco kilómetros de tierra y comenzaron a botar dos grupos de lanchas de desembarco. La primera, con 23 lanchas, se dirigió hacia el Bufadero, un barranco donde estarían desenfilados de los cañones de la fortaleza de Palo Alto; la segunda, 16 lanchas se dirigió hacia Santa Cruz para iniciar la segunda fase del plan previsto. Los defensores ya estaban alertas y pudieron rechazar a los atacantes causandoles algunas bajas. Los ingleses no pudieron progresar hasta Santa Cruz quedando varados en el Bufadero.

Hacía las diez de la mañana de ese mismo día 22, las fragatas inglesas fueron remolcadas por las lanchas hacia el Bufadero, desembarcando unos 1.000 hombres en la playa de Valleseco. Cuando iniciaron la marcha hacia el castillo de Paso Alto sólo pudieron tomar una pequeña cota pues pronto se encontraron entre el fuego de los defensores del castillo y de otras posiciones que los milicianos canarios habían fortificado apresuradamente. Los ingleses fracasaron en tomar el castillo de Paso Alto; además el teniente general Gutiérrez envió refuerzos para frenar a los ingleses en los pasos de Valleseco hacía Santa Cruz. Hubo un intercambio de fuego, al día siguiente 23 de julio, y debido a lo escabroso del terreno, a que los españoles los tenían pegados al terreno y sin posibilidad de maniobrar y a la carencia de fuego naval de apoyo, los ingleses iniciaron la retirada y reembarcaron en la noche del 23 de julio. El intento había resultado fallido.

En la mañana del 24 de julio, las fragatas inglesas levaron anclas y se apartaron de la costa. El gobernador, teniente general Gutiérrez no había estado de brazos cruzados, esperando un nuevo ataque, cambió el despliegue de sus tropas; en Paso Alto dejó un pequeño destacamento, y reforzó la defensa de la ciudad, del puerto y de las diversas instalaciones defensivas.

A la vista de sus dos fracasos, Nelson tomó la decisión de atacar Santa Cruz frontalmente, comandando en persona las tropas de desembarco, sería su lugarteniente el jefe de las tropas, teniente de navío Troubridge. La idea era simple: desembarcar en masa en el muelle, tomar el Castillo de San Cristóbal y desplegarse por la plaza de la Pila para ametrallar cualquier intento del pueblo llano.

Durante el día 24 ingleses prepararon el desembarco. Unos 700 soldados embarcaron en seis grupos de lanchas, 180 embarcaron en la balandra Fox y otros 80 lo hicieron en una goleta apresada a los españoles. A primera hora del día 25 de julio, aún oscuro, las lanchas de desembarco comenzaron a dirigirse hacia el muelle en completo silencio. Las lanchas iban cubiertas con lonas para evitar ser descubiertas, pero la fragata española San José las detectó y dio la alarma, siendo repetida por el castillo de Paso Alto. Las baterías hicieron fuego sobre los invasores, los ingleses rompieron la formación y la resaca ayudó a dispersar las fuerzas de asalto. Sólo tres grupos de lanchas pudieron llegar hasta el muelle, de los que solamente lograron desembarcar los hombres de cinco lanchas. El resto se estrelló contra las rocas, los supervivientes tuvieron que soportar el fuego de la artillería y la infantería españolas. En ese mismo momento, las baterías del puerto hicieron fuego sobre la Fox, causándole 97 muertos y gran cantidad de heridos: tal fue la cantidad de hierro recibido que, desmantelada, la balandra inglesa se fue a pique, perdiéndose mucho material y hombres.

Nelson iba en la cuarta lancha que llegó al muelle, pero al ir a desembarcar recibió un impacto procedente del cañón Tigre, que le destrozó el brazo, hubo de ser evacuado sin poner el pie en Tenerife. Los tres grupos de lanchas restantes fueron arrastrados por el mar, siendo castigados reciamente por la artillería. Algunos consiguieron llegar al sur de la ciudad. Unas pocas, mandadas por Troubridge, lo hicieron en la playa de la Caleta, y pudieron llegar a la plaza de la Pila, donde esperaron la llegada de los demás. La mayoría de las unidades restantes desembarcó en la playa de las Carnicerías, tuvieron cierto éxito en su avance hasta que fueron copados en la plaza de Santo Domingo. Troubridge, viendo que nadie acudía a apoyarle, se cansó de esperar y dirigió a sus hombres hacia Santo Domingo, donde fueron rodeados por los defensores, teniendo que refugiarse en el convento del mismo nombre.

El teniente Vicente Siera capturó al retén de cinco soldados ingleses que Troubridge había dejado en la Plaza de la Pila y los entregó al General Gutierrez, dándole también informes sobre la situación sobre el terreno, lo que levantó el ánimo de Gutiérrez quien estaba mal informado y creía que las cosas iban mal para los españoles. Gutiérrez movió sus fuerzas y fijó a los ingleses en sus posiciones. Mandó tropas para cubrir bien el muelle ante la posible llegada de refuerzos británicos y cerró aún más el cerco sobre el convento de Santo Domingo. Todos los intentos de los ingleses embarcados por ayudar a sus sitiados fueron infructuosos. El capitán Troubridge tuvo que negociar con Gutiérrez y logró una capitulación honrosa para sus hombres.

La rendición se firmó el día 25 y los más de 300 soldados británicos copados en Santo Domingo desfilaron hacía la Plaza de la Pila y reembarcaron en sus naves.

Epílogo

Los ingleses como buenos piratas saben como explicar lo adverso de las situaciones fijándose en lo accesorio. Nelson afirmó que había tenido que luchar contra 8.000 soldados españoles, cuando en Tenerife sólo había unos 1.500 milicianos. Culpó también a las mareas del desperdigamiento de sus lanchas de desembarco. Y como el capitán Troubridge consiguió una rendición honrosa y pudo reembarcar todas sus tropas, Nelson nunca reconoció este asalto a Tenerife como una derrota.

Según el parte rendido por Nelson a Jervis, tuvo un total de 349 bajas (44 muertos en combate, 177 ahogados, 5 desaparecidos y 123 heridos). Las bajas españolas se redujeron a 72 (32 muertos y 40 heridos). Si esta proporción no es suficiente podemos engrandecer la resistencia española con el número de tropas que combatieron. Por parte inglesa: 4.000 soldados, 5 navíos de 74 cañones, 3 fragatas de 36 cañones, una goleta apresada. Mientras que por parte española 1.700 milicianos (comerciantes, campesinos y ciudadanos que servían a tiempo parcial), 150 soldados españoles y franceses.

Por cierto, no nos olvidamos del brazo de Nelson, el cañón que lo dejó lisiado se conserva hoy día en el Museo Militar de Canarias, junto con otros objetos del asedio como la bandera del buque insignia HMS Emerald.

Cide Hamete

martes, 24 de noviembre de 2009

La mujer y el pecado II

Peligrosa para los hombres por cuanto puede ajar su hermosura, la mujer es aún más dañina para los clérigos y nuestro obispo, Pedro de Cuéllar, no se cansará de llamarles la atención sobre los riesgos que comporta la familiaridad con mujeres: el confesor tendrá a sus pies al penitente, y si éste es mujer le ordenará “que non tenga la cara a él, que dize Abacuc que la faz de la muger es viento quemador”; también se le ordena al sacerdote que en ningún caso “visite mucho las mugeres nin fable con ellas en suspechosos lugares”

En las casas de los clérigos no debe vivir mujer que no sea madre, hermana, tía o sobrina, e incluso en estos casos debe irse con cuidado,pues las mujeres quieren tener criada; si esto es válido para el clérigo mucho más lo será para el obispo en cuya casa no se permite vivir a ninguna mujer “siquier vieja, siquier manceba, siquier parienta, siquier otra”. Si el clérigo tiene amiga, ésta será excomulgada y si viviera públicamente con el clérigo como si fuera su mujer, entonces ella y sus hijos serían reducidos a servidumbre; el clérigo en cambio sale mejor parado: se le amonesta por treces veces y sólo cunado hace caso omiso pierde una parte de sus beneficios (la sanción es mayor si la mujer es judía o musulmana) y el cargo, pero el obispo puede reducir la pena, ya “que este viçio es muy comunal e de liquero caen en él los ommes”; al clérigo que, amonestado por su obispo, fuere hallado en lugar sospechoso hablando con una casada puede darle muerte el marido “muy bien e sin pena ninguna”.

La fascinación por el sexo es constante en la obra de Pedro de Cuéllar, a veces sin razón aparente, acudiendo a él cada vez que tiene que poner un ejemplo para cualquier otro tema.

Bajo el mandamiento de “non serás mecho” se prohíben la masturbación, el adulterio, el incesto, la fornicación contra natura y la fornicación simple, excepto cuando ésta tiene lugar dentro del matrimonio, sacramento que fue instituido para canalizar el instinto de procreación y refrenar la maldad de los hombres, que “se yban al coyto de las mugeres así commo otras animallas”. El fin último del matrimonio sería la glorificación divina a través de los hijos, que estarían llamados a sustituir al lado de Dios a los ángeles expulsados del paraíso.

EL matrimonio justifica y legitima el acto sexual, pero sólo cuando tiene como objetivo la procreación; si se realiza porque el hombre no puede contenerse o simplemente “por dar el debdo a su muger” es pecado venial, y si es “por aver farta luxuria” es pecado mortal. También es pecado la copulación realizada en Cuaresma y no digamos si tiene lugar “en viernes de indulgencias o en otros días sanctos” pero sólo peca quién lo pide ya que, en virtud del matrimonio, el cónyuge está obligado a acceder no sin antes intentar disuadir a su pareja.

Puesto que los hijos son la razón de ser del matrimonio éste sólo es posible entre personas capaces de procrear, es decir, entre un hombre y una mujer de edad suficiente y no incapacitados para la procreación.

Los ministros del sacramento del matrimonio son los propios contrayentes, y de hecho basta el consentimiento mutuo para que se realice el matrimonio, pero la Iglesia obliga a que la aceptación de una persona por otra sea pública, a que se pruebe en presente del representante de la Iglesia, el sacerdote. Una vez consumado, el matrimonio es indisoluble aún cuando los cónyuges no vivan juntos: mientras vivan ambos, ninguno puede casarse de nuevo ni tampoco prometer continencia sin acuerdo del otro.

En nuestra literatura tenemos un claro ejemplo de esta vida nada ejemplarizante en la obra del Arcipreste de Hita, el Libro del Buen Amor.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Un lord inglés en la Guerra de Granada

El 29 de agosto de 1471 los embajadores del rey castellano Enrique IV firmaron con Eduardo IV en Westminster, un tratado mediante el cual Inglaterra autorizaba la libre navegación de los barcos de Castilla en sus aguas, comenzaba a consolidarse el cerco político a Francia.

Este tratado fue renovado en 1473, y en 1477, fallecido Enrique IV y entronizada en Castilla su hermana Isabel, se transformó en una coalición ofensiva-defensiva en la que entraron también el emperador Federico III y las casas de Bretaña y Borgoña. El rey francés se oponía a la expansión castellana y aragonesa en Europa, especialmente en Italia, y retenía las regiones catalanas del Rosellón y la Cerdaña. Inglaterra, por su parte, aspiraba a reconquistar algunos de los territorios continentales perdidos durante la guerra de los Cien Años (1339-1453). Ese mismo año de 1477 se entablaron negociaciones para casar a la hija primogénita de los RRCC, de siete años, con el Príncipe de Gales, de seis años. Esta boda no podría llegar a realizarse. Los RRCC buscaban también salvaguardar los intereses económicos castellanos en Bretaña, Flandes e Inglaterra, ya que los comerciantes de la cornisa cantábrica copaban el transporte de vinos desde Gascuña a la Gran Bretaña, surtían de hierro fundido el mercado inglés y mantenían fluidas relaciones con los centros comerciales del norte de Europa.

Al morir el rey inglés en 1483, su hermano Ricardo, duque de Gloucester, se haría con el poder eliminando a sus dos sobrinos, de 12 y 9 años; en su época fue conocido como el más cruel y malvado príncipe que hay en la Cristiandad. Este perverso usurpador, a quién Shakespeare en su drama Ricardo III incorporaría la conocidísima joroba, no interrumpió la correspondencia con nuestra reina Isabel. Los ingleses no aguantaron mucho tiempo a odiado Ricardo, acudieron a su primo Enrique Tudor, conde de Richmond. Este con sus tropas leales aniquiló a Ricardo en la batalla de Bosworth.

El conde de Richmond, ahora primer rey de la rama Tudor, siguió las buenas relaciones con Castilla y Aragón. En 1486 en plena guerra de Granada mandó a sus embajadores para negociar la boda del príncipe de Gales, Arturo con la infanta Catalina, la otra hija de los RRCC. La reina Isabel hizo grandes fiestas a los embajadores pues se reconocía prima del rey de Inglaterra, sucesor de la Casa de Lancaster, además de entender que la confederación con la casa de Inglaterra era muy provechosa a sus reinos. Esta unión no se llegaría a producir.

La victoriosa guerra de Granada era vista por los príncipes y reyes de Europa como una nueva cruzada. Soldados de los países de Occidente llegaban a Andalucía bajo el estandarte de la Santa Cruz que el Papa Sixto IV había concedido a los soberanos españoles para combatir al infiel.

Enrique VII Tudor envió en 1486 a 300 soldados y caballeros bajo el mando del tío carnal de su esposa Isabel de York, Lord Scales, conocido en tierras hispanas como el conde de Escales. Desembarcaron en Sanlúcar de Barrameda, dirigiendose a Sevilla para avituallarse, uniéndose en mayo de 1486 en Córdoba al grueso del ejército de 12.000 jinetes y 40.000 infantes que personalmente mandaba don Fernando; a los pocos días tomaron parte en el asalto a la ciudad de Loja.

La acción la inició el marqués de Cádiz, pues los moros le habían arrebatado la posesión de Albohacén cuatro años antes, la lucha se trabó fieramente, los granadinos llegaron a reforzar a su guarnición y en ese momento el rey Fernando lanzó a los ingleses a la carga. Estos, al llegar adonde estaban luchando los cristianos del marqués de Cádiz, echaron pie a tierra y lucharon a la manera inglesa: “el conde de Escales descabalgó del caballo armado en blanco y con una espada ceñida e un hacha de armas en las manos y con una cuadrilla de los suyos, asimismo armados, se arrojó delante de todos contra los moros con viril y esforzado corazón, dando golpes en unos y otros, matando,derribando, que ni le faltó valor ni fuerza.

E como esto vieron los castellanos, no menos ficieron. Al momento siguiendo tras los ingleses, dieron tal priesa a los moros que les ficieron volver las espaldas e los cristianos con ellos corrieron e se encontraron en los arrabales de Loxa”

Los moros sólo pudieron recurrir a protegerse tras las murallas de Loja, lo que dio paso al mayor ataque artillero que hasta entonces se había efectuado en tierras de España. En el asalto a las murallas también se distinguió el lord británico. Cuando ascendía por una escalera, los moros, desde lo alto del muro, lanzaron piedras “e fue ferido el conde inglés de una pedrada que le quebró dos dientes e murieron tres o cuatro de los suyos.” Los moros repelieron este asalto, defendiéndose durante ocho largos días.

Al final tuvieron que claudicar después de conseguir garantías de vida del rey don Fernando. El lunes 29 de mayo, los cristianos entraron en Loja, al frente iban el rey don Fernando, el marqués de Cádiz, Lord Scales y un juvenil soldado llamado Gonzalo Fernández de Córdoba que hacía sus primeros hechos de armas.

El rey Fernando dejó descansar a sus tropas unos días, se interesó por la salud de lord Scales y “le consolaba por las llagas que en los combates había recibido, e dixole que debía ser alegre porque su valor le apartó los dientes que su edad o alguna enfermedad le pudieran derribar. E que considerando como y en qué lugar los perdió más le facían hermoso que disforme. Mayor precio le daba aquella mengua que mengua le facía aquella ferida.”

“El conde inglés dixo que daba gracias a Dios e a la Virgen gloriosa su madre porque se veía visitado del más poderoso rey de toda la cristiandad e que recebía su graciosa consolación por los dientes que había perdido; aunque no reputaba mucho perderlos en servicio de Aquel que se los había dado todos.”

La campaña siguió y el siguiente objetivo, la ciudad de Ilora, sucumbió ante el empuje cristiano. Entonces el rey Fernando mandó un mensaje a la reina Isabel, que se hallaba en Córdoba, para que acudiera al Consejo de Guerra que se debía celebrar antes de acometer el asalto a Granada. Cuando llegó la reina, el lord inglés “le fizo un recibimiento muy pomposo montado en un hermoso caballo castaño con los paramentos hasta el suelo de seda azul y las orladuras de seda rasa estrelladas en oro, y traía un sombrero blanco con plumaje e una cimera hecha de una nueva manera. E traia consigo cinco caballos encobertados con sus pajes encima, todos vestidos de seda y brocado; y venian con él gentiles hombres de los suyos muy ataviados.

E ansí llegó a facer reverencia a la reyna y a la infanta Isabel e después al rey; y anduvó un rato festejando a todos encima de su caballo e saltando de un cabo a otro muy correctamente e a todos paresció bien esto e sus altezas ovieron mucho placer.”

Tan satisfecha quedó doña Isabel del comportamiento y exhibición del inglés, que al día siguiente “envió muy ricos e grandes dones a aquel conde de Escales: dos camas de ropas guarnecidas con paramentos de brocados de oro, doce caballos, ropa blanca, tiendas en que estubiese e otras cosas de gran valor.”

Lord Scale volvió a Inglaterra en agosto de ese año de 1486 para servir a su sobrino y rey en la guerra contra Francia en Bretaña, ducado aliado de Inglatera y Castilla contra Luis XI, quién intentaba lograr la unidad definitiva de las tierras de Francia.

Los RRCC sólo pudieron mandar 5.000 hombres a apoyar a su aliado inglés en la guerra de Bretaña. El 27 de julio de 1488 se dió la batalla de Saint-Aubin, los franceses derrotaron a la liga anglo-hispano-bretona. Encontraron la muerte muchos guerreros que se negaron a rendirse “por no darse a prisión”; entre otros lord Scale, el conde de Escales de la guerra de Granada.

La guerra de Bretaña terminaría definitivamente en 1491 con la boda de Ana, la heredera del duque de Bretaña con Carlos VIII de Valois, Francia estaba definitivamente unida. Pocos meses después, los RRCC destruirían el último bastión musulmán en la Península Ibérica.

La muerte de Lord Scales fue un eslabón más en la relación entre Inglaterra y España, que llevaría al Tratado de Medina del Campo, en 1489, donde se acordó el matrimonio del Príncipe de Gales, Arturo, con la infanta Catalina; además de sentar las bases de una duradera alianza política, militar y económica entre ambos Estados.

Cuando se produjo la entrada en Granada, los RRCC mandaron una larga misiva a su primo Enrique VII, quién al conocer la buena nueva ordenó se reuniese el alcalde y los regidores de Londres en la iglesia de San Pablo para que escucharon la noticia, después escucharon el Te Deum laudamus y salieron en procesión por las calles de la city londinense.



P.S.: Tomado de Mariano González-Arnao, Historia 16, nº 93, Enero 1984

miércoles, 11 de noviembre de 2009

La herencia de Isabel la Católica

A primeros de septiembre de 1504 era una evidencia la enfermedad de la reina Isabel. El año anterior la reina había recorrido buena parte de las principales ciudades de Castilla, y la fiebre y la depresión había prendido en su cuerpo y en su alma. Las desavenencias conyugales de su hija Juana, la constatación de su demencia y un infinito cansancio presiden la percepción de una muerte que se siente próxima. El 23 de septiembre, su marido requiere de la Universidad de Salamanca la presencia junto a los reyes de un jurista, y de un médico, para que asistan a un final que se presume inmediato. Hacía más de una semana que la reina no encabezaba ni firmaba las órdenes escritas de la monarquía, y la soledad de la firma del rey presagiaba un desenlace cuyo primer signo fue la incapacidad debida a la gravedad de la enferma.

La reina dictó testamento el 12 de octubre de 1504, ante su secretario y con la presencia de los obispos de Córdoba, Calahorra y Ciudad Rodrigo. La reina dictó un codicilo ante su secretario, y lo firmó delante de los obispos. Tres días más tarde, el 26 de noviembre, la reina moría en una casa de Medina del Campo. La noticia llegaba a Murcia y Cataluña una semana más tarde y, a los 15 días, ya se conocía en Navarra y en Roma. Tenía 53 años de edad, daba fin a casi 30 años de reinado y abría el camino a una herencia singular y un recuerdo imborrable.

La sencillez de la decisión acerca del destino de su cuerpo, y de los auxilios espirituales que necesitaba su alma contrasta con el conjunto de disposiciones políticas, que son la parte más importante del testamento y del codicilo: si el testamento revela la preocupación de la reina por corregir desequilibrios nacidos de la burocratización del Estado, de la presión nobiliar y de una constante que es la incertidumbre de la sucesión al trono, el codicilo se desarrolla para complementar aspectos descuidados en el testamento: privilegiar a la Iglesia en sus tres realidades más concretas del momento (obispados, Órdenes Militares, Santa Sede), lograr un eficaz funcionamiento de la justicia y ampliar la solidaridad con 20.000 misas más por las almas de los difuntos que le prestaron servicio.

A partir de 1504 Castilla padece una crisis que reproduce en buena parte contradicciones políticas preexistentes; frente a un aparente poder monárquico fuerte a la muerte de la reina, continúan insistiendo en sus reivindicaciones de privilegio las viejas aspiraciones de los grupos sociales más estanentalizados y las ciudades. Se reproducen en formaciones sociales partidistas que si bien no cuestionan con problemas de fondo la sucesión, si se polarizan en torno a los intereses de los personajes más directamente afectados: por un lado, la princesa doña Juana, archiduquesa de Austria y duquesa de Borgoña, casada con Felipe el Hermoso, heredera del trono castellano por la desaparición física de su hermano el príncipe don Juan; y de su hermana Isabel, casada con Manuel de Portugal; por otro lado, el rey Fernando, quien a la muerte de su mujer Isabel dejó de ser rey de Castilla, y a quien sin embargo se le reconoce en el testamento la gobernación del reino en ausencia de su hija doña Juana, que vivía en Flandes.

El 23 de enero de 1505, las Cortes de Castilla reunidas en Toro reconocían a su viudo como Gobernador de Castilla, hasta el momento en que regresase al reino doña Juana, a quien proclaman su reina aún con las reservas propias que inspiraba una enfermedad de la que ya se tenían noticias bien ciertas. Desde febrero de 1505 hasta mayo de 1506, Fernando el Católico se empeñó en una triple tarea cuyo objetivo final era preservar la unión de los reinos castellano y aragonés; frente a la oposición interna de buena parte de la nobleza castellana, que lo considera un extranjero, ayudado por los Procuradores en Cortes, por el aparato burocrático del Estado, por el clero y por los escasos miembros de la nobleza que lograron coaligar Cisneros y el Duque de Alba, el segundo empeño de Fernando fue asociarse al poder que representaba su yerno; el tercer empeño utilizó los recursos diplomáticos que permitieran un cambio en las relaciones con Francia y con el rey francés tras una posición recelosa respecto a la vecindad de los Habsburgo: Fernando el Católico se comprometió con Luis XII a contraer matrimonio con Germana de Foix y si nacía un hijo a titularle rey de Nápoles y de Jerusalén. El contrato matrimonial entre Fernando el Católico y Germana de Foix fue el resultado de una larga negociación. El 19 de octubre se celebró la boda por poderes, y el 18 de marzo de 1506 los recién casados se velaron en Dueñas.

La proximidad de las fechas ayuda a explicar la aceleración de la crisis; a fines de abril de 1506 Felipe el Hermoso desembarcó en La Coruña siendo recibido por la gran mayoría de la nobleza castellana, obligando en cierta manera a que Fernando abandone Castilla y se refugie en Aragón. El rey Fernando a primeros de septiembre parte hacia el reino de Nápoles. Días más tarde, el 25 de septiembre, moría en Burgos Felipe el Hermoso; fue el punto de partida de una serie de revueltas nobiliarias y del afloramiento de una serie de reivindicaciones territoriales, que dividieron a la nobleza en dos partidos; uno, más cercano a Cisneros, defendía el respeto al testamento de Isabel y, solicitaba a la vuelta de Fernando desde Nápoles para que se hiciese cargo de la gobernación del reino. El otro partido nobiliario, más próximo a las tesis políticas del desaparecido Felipe, defendía la entrega de la gobernación de Castilla a Maximiliano de Austria, que actuaría como regente hasta tanto su nieto Carlos no fuera proclamado rey de Castilla.

Existirán otros problemas, la formación de un tercer partido nobiliario en torno a Fernando, hermano de Carlos, que residía en Castilla, y que más adelante sería nombrado en el testamento de Fernando el Católico regente de Castilla y maestre de las Órdenes Militares, en el caso de que el reino quedase vacante, decisión que se modificó en enero de 1516 en beneficio de Cisneros, que sería regente hasta tanto no llegase el futuro emperador.

Los problemas más importantes continúan siendo la nobleza hostil a Fernando y partidaria de don Carlos y la incapacidad de la reina doña Juana. Juana, apodada la Loca, vera cuestionada su posibilidad de gobernar; la certeza de una enfermedad, más declarada y agravada a partir de la prematura muerte de su marido, Felipe el Hermoso, convirtió a la reina en una reclusa encerrada en Tordesillas desde 1509 por orden de su padre. Aparte de las evidencias de la incapacidad debida a la enfermedad, existió una pugna por el control del ejercicio del poder y una separación efectiva de la reina de los asuntos del Estado, que primero fue decidida por su marido, después por su padre y, más tarde, por su hijo Carlos quien, el 14 de marzo de 1516, se proclamaría rey de Castilla y Aragón en su residencia de Bruselas, una vez conocido el fallecimiento del Rey Católico, ocurrido el 23 de enero de 1516 en el pequeño lugar extremeño de Madrigalejo.

Nominalmente la reina doña Juana continuó figurando en los documentos reales, aunque hacía mucho tiempo que había sido apartada del poder y, contra lo dispuesto en el testamento de Isabel la Católica, existieron suficientes intereses y tensiones como para poner en peligro una compleja herencia familiar.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Las mujeres y el pecado

En 1325 para conocimiento de los clérigos segovianos que ignoraban el latín, el obispo Pedro escribía en romance un amplio catecismo que finaliza con la relación de los pecados más corrientes entre los obispos, abades, miembros de los cabildos catedralicios, monjes sacerdotes, reyes, caballeros, mercaderes y campesinos. Su conocimiento es básico para entender la sociedad de la época.

Según se prueba por el décimo mandamiento la mujer es considerada un objeto, un bien mueble, susceptible de tener un dueño; “non desearás la muger de tu prójimo, non el siervo, non la sirvienta, non el buey, non el asno, nin otras cosas suyas.” Este mandamiento se entiende tan solamente de las cosas muebles, ya que los bienes raices están protegidos por el noveno mandamiento.

La mujer es inferior al hombre y, con frecuencia, un peligro, especialmente cuando el hombre pertenece al mundo clerical y ha recibido las órdenes sagradas. La inferioridad de la mujer no deja de presentar algunas ventajas como la menor gravedad de un pecado si es cometido por una mujer que si el pecador es un hombre; pero tiene inconvenientes considerables: la mujer no puede recibir las órdenes porque “...non debe servir al altar”. La condescendencia hacia el ser inferior que es la mujer llega hasta a reconocer la validez del bautismo administrado por un lego, aunque sea hereje o pagano, e incluso por la madre, en caso de peligro de muerte, pues del mismo modo “que el sol passa por muchos logares suzios” sin perder su brillo, el bautismo mantiene sus efectos aunque lo administre una mujer.

Los pecados de la mujer sí se resienten de su condición femenina: el coito entre casado y “suelta” es una simple fornicación, mientras que si un hombre, sea casado o no, yace “con muger de otro” se comete el grave pecado de adulterio porque a través de la mujer se ofende a su dueño, el marido. Para el obispo Pedro de Cuéllar hay que distinguir dos posibilidades: que una mujer yazga con un hombre y que un hombre haga el amor con una mujer; lo primero no debe hacerse nunca fuera del matrimonio, ni siquiera aunque la mujer se halle en gran menester y pobreza, porque el hombre “es fecho a serviçio e ymagen de Dios e devemos catar en él la reverencia de la fermosura divina” y sería grave pecado ensuciar esta imagen de la divinidad; si es el hombre el que yace con una mujer, realiza un acto natural y necesario para la perpetuación de la especie, pero comete un pecado porque el acto deja de ser natural en cuanto se realiza fuera del matrimonio, y “tal coyto...es commo, comer mezclado con veneno.”

Declaración de principios

En ente vlog, políticamente hablando, nos adscribimos a una izquierda de “tercera vía” que, además de vomitar sobre todos los apóstoles del liberalismo económico, también lo hace sobre los progres bienpensantes.

Así, creemos que lo de la diversidad cultural es un engaño (el 90% de las “culturas” del mundo podrían desaparecer ya mismo y el planeta sería un lugar mejor), que la pobreza es una lacra que hay que erradicar siendo paternalistas con los pobres – gente con tendencia desaforada a la superstición, el meapilismo y el machismo - y, por supuesto, que TODAS las religiones – y demás muestras de pensamiento mágico – son, sin excepción, una puta mierda que eliminar a sangre y fuego.

Robado descaradamente del vlog Vicisitud y Sordidez, uno de sus dueños, mantenedores, es un hombre de Argesira Mare; así que podeís imaginar la porquería que escriben

Saludos.

viernes, 23 de octubre de 2009

Inicio del calendario en Egipto

Tenemos un gran conocimiento del Egipto predinástico gracias a los Textos de las Pirámides, pero eso merece otra entrada.

Las deidades locales son el centro de la vida comunal. Cada nomo rinde culto a una dedidad diferente, siempre identificada con un animal. Poco a poco, por anexión, los nomos del Delta se unifican, más tarde el alto Egipto y por último Nubia. Al final nos encontramos con un reino y con un faraón.

La crecida del Nilo hace patente la necesidad de una forma de contar los días, cómo hacer diques de irrigación; saber las medidas de los campos e, importantísimo, cuantos impuestos generan los excedentes.

Los excedentes agrícolas permiten el rápido desarrollo de una civilización agrícola a una urbana, especialmente en el Delta y más tarde en el Alto Egpito. Surgieron grandes ciudades, se produjo la división del trabajo y apareció la estratificiación social; fue en estas ciudades donde se inventó la escritura con un claro componente económico.

El calendario de 365 es probablemente un invento predinástico del Delta. Sin embargo, nunca llegaron a añadir el año bisiesto, con lo que su año oficial se separaba un día cada cuatro años del año astronómico. Los antiguos egipcios se dieron cuenta que las estaciones iban cambiando de fecha según pasaban los años. Pero también se dieron cuenta que lo hacía cíclicamente, en un periodo de 1.460 años, el llamado ciclo sotaico.

Los egiptólogos han encontrado rastros de este conocimiento por todos los documentos rescatados de la arena, lo que ha permitido comparar las fechas egipcias con el año astronómico y se ha podido fechar el invento del calendario en la época predinástica en el año 4260 a.C

viernes, 16 de octubre de 2009

Felipe V

La guerra de Sucesión había terminado técnicamente el 11 de abril de 1713 con la firma de la Paz de Utrecht. El Duque de Anjou era reconocido como Rey de España y las Américas por las distintas potencias europeas. Estaba en el momento de mayor gloria personal.

Pasan algo menos de 8 años.

En el año 1721 el duque de Saint-Simon visitó España y registraba en sus memorias la transformación sufrida por el rey Felipe V de España desde que era duque de Anjou.

Dice así: “La primera ojeada, cuando hice una reverencia al rey de España al llegar, me sorprendió tanto que tuve necesidad de apelar a toda mi sangre fría para reponerme. No vislumbré rastro alguno del duque de Anjou, a quien tuve que buscar en su rostro adelgazado e irreconocible. Estaba encorvado, empequeñecido, la barbilla saliente, sus pies completamente rectos se cortaban al andar y las rodillas estaban a más de quince pulgadas una de otra; las palabras eran arrastradas, su aire tan necio, que quedé confundido. Una chaqueta sin dorado alguno, de un paño burdo moreno, no mejoraba su casa ni su presencia.”

Los médicos reales dictaminaban que el rey sufría “frenesí, melancolía, morbo, manía y melancolía hipocondriaca”. La salud del rey no se restauró ya que en un documento del 13 de julio de 1722 se nos revela que no había mudado de ropa desde hacía un año. Así, su traje caía hecho pedazos, y principalmente su pantalón descosido desde la cintura hasta abajo, cuando se sentaba se le veían los muslos. Al principio, un ayuda de cámara le remendaba el pantalón; se cansó de hacerlo. El rey hacía él mismo los remiendos con seda que pedía a las camareras.

El 17 de enero de 1724, Felipe V abdicó en su hijo Luis I, casado con Luisa Isabel de Francia, la mademoiselle de Montpensier, hija del regente de Francia, Felipe de Orleans, de quién decían que “tenía la inteligencia de un niño, la curiosidad de un adolescente y las pasiones de un hombre.”

Felipe de Anjou fue rey de España sin contestación unos 11 años y envejeció de manera horrible.

Vanitas vanitatis et omnia vanitas.

lunes, 21 de septiembre de 2009

El Himno nacional

El 27 de febrero de 1937, la Junta Técnica del Estado publica un decreto en el que declara “himno nacional el que lo fue hasta el 14 de abril de 1931, conocido como Marcha Granadera, que se titulará Himno Nacional, y que será ejecutado en los actos oficiales, tributándosele la solemnidad, acatamiento y respeto que el culto a la Patria requiere”.

Resulta significativo que Franco decidiera recupera el viejo nombre de Marcha Granadera, por entonces en desuso, para eliminar la palabra “real” del título. Ello deja entrever la intención de desvincular el Nuevo Estado de cualquier compromiso con la restauración monárquica.

La característica más notoria del himno de España es que no tiene letra, aunque a lo largo de todas su historia ha habido varios intentos de subsanar esta “carencia”. Y es que la Marcha Granadera o Real no es un himno al uso, sino una marcha de carácter militar y, como todas ellas, no fue pensada para ser cantada, sino de acuerdo a una finalidad muy distinta.

La Marcha Granadera es una de la músicas oficiales más antiguas de Europa, pues se viene utilizando, al menos, desde 1760. En este año, se incorpora a los toques militares esta composición (de autor desconocido) signo de la creciente importancia del cuerpo de granaderos dentro del Ejército, convirtiendose en una auténtica élite durante el s. XIX. Su carácter rítmico y solemne servía para que la infantería, el cuerpo más decisivo en todos los ejércitos hasta el siglo XX, mantuviera el paso en la batalla bajo el fuego enemigo.

Más allá de su uso militar, la implantación de la Marcha Granadera como música de rango oficial se cree data de 1770, año en el que Carlos III la declara Marcha de Honor. Finalizada la Guerra de la Independencia y regresa a España el rey Fernando VII, es restablecida como marcha nacional.

Durante todo el siglo XIX la Marcha Real carece de una versión oficial. Su realización corre a cargo de Bartolomé Pérez Casas, quien concluye la partitura en 1908, dándole una forma muy similar a la actual, con una estructura en tres partes, primera y tercera iguales y una central con variación de cuarto grado.

Mención especial merece la proliferación de letras para el himno que desde los primeros años del régimen franquista van a circular, con el consentimiento tácito de las autoridades. Destacando por encima de todas la escrita por José María Pemán, con una tímida alusión fascista “alzad los brazos, hijos del pueblo español”, y la de Luís Marquina, quién la había creado durante el reinado de Alfonso XIII, cantada especialmente por los monárquicos

Motto

He encontrado mi motto, y para los listos

http://es.wikipedia.org/wiki/Motto

Lo leí hace poco en una novela de Eduardo Mendoza, ésta es bastante mala, considerando el nivel del señor Mendoza.

Dice así:

La gente que lee con avidez y sin método suele leer cosas que no le reportan ningún provecho.

Creo que me cuadra a la perfección

Saludos

jueves, 17 de septiembre de 2009

La sociedad visigoda, tercera y última parte

Los campesinos

Los campesinos adscritos a la tierra de un señor laico y a la persona de éste son poco mencionados en los textos. Proceden dé los antiguos colonos romanos y de los campesinos libres que han aceptado la protección de un señor; su situación real —aunque sean libres jurídicamente y tengan por ello unos derechos personales— apenas difiere de la de los libertos, y parece que éstos, una vez rotos los vínculos de dependencia directa que los unían al señor, pasaban a la condición de tributarios, nombre que reciben encomendados y colonos. Unidos para siempre a la tierra que trabajaban, no podían venderla ni enajenarla de ningún modo, pero sí transmitirla a sus descendientes junto con la condición de tributario, y podían hacer suya la mitad de los campos incultos que roturasen.

En cuanto a los campesinos libres, los textos apenas los citan, por lo que puede deducirse que o bien su número y su importancia eran reducidos o que la legislación, hecha por la nobleza y para defender sus intereses, no se preocupó lo más mínimo de este grupo social que tendería a desaparecer en la Península del mismo modo que en el resto de Europa.

Libres privilegiados

Las fuentes de que disponemos para este período son de origen aristocrático y se limitan a describirnos la nobleza, laica y eclesiástica, y sus actividades; si se menciona a libres y libertos se debe a que son propiedad de nobles y eclesiásticos. Los antiguos nobles hispanorromanos nos son mal conocidos y es de suponer que, igual que ocurrió en el resto de Europa, se unieran a la nobleza militar germana, o pasaran a formar los cuadros eclesiásticos, cargos para los que estaban preparados por su cultura. No cabe duda de que Leandro y su hermano Isidoro, así como otros muchos obispos y fundadores de monasterios, pertenecían a estas poderosas familias.

Nobles y clérigos basan su situación de privilegio en la posesión de la tierra, que es y será durante mucho tiempo la fuente única de riqueza y poder. Los visigodos adquirieron sus propiedades por derecho de conquista o mediante acuerdos con los grandes terratenientes según el carácter, violento o pacífico, de su instalación en las diferentes regiones de Hispania. Los clérigos, como institución, han obtenido sus bienes por medio de colectas de bienes muebles y a través de las donaciones de tierras hechas por los fieles.

Entre las primeras figuran los cereales, el vino, los frutos y el dinero que la Iglesia recibe en forma de diezmos y primicias y en concepto de derechos de estola, es decir, como pago por la administración de los sacramentos. Diezmos y primicias no parecen haber sido obligatorios, y la exigencia de cualquier cantidad por administrar los sacramentos estuvo siempre prohibida, pero unos y otros fueron admitidos a título voluntario y estimulados por la Iglesia. Más importantes son las donaciones de tierras con sus hombres y ganados, los legados testamentarios y las dotaciones de iglesias y monasterios que harán de la Iglesia visigoda, en conjunto, el mayor propietario territorial de la Península.

La posesión de la tierra es la base del prestigio y de la fuerza económica de nobles y clérigos, pero éstos disponen además de una autoridad que refuerza su poder económico y lo extiende más allá de los límites de sus posesiones. El derecho de mandar, de castigar, y el deber de mantener el orden corresponde al rey, y éste, incapaz de hacer efectivo este poder, lo delega en los grandes propietarios, únicos que por medio de sus clientelas armadas pueden gobernar el territorio; su autoridad se extiende, de este modo, a las zonas próximas a sus dominios. Aparte de los beneficios económicos que de modo directo les reporta el ejercicio del poder (concesión de tierras por parte del rey, recepción de algunos impuestos, cobro de multas...) los grandes propietarios consiguen que numerosos campesinos libres, necesitados de protección o arruinados por las malas cosechas y por el alza de los impuestos, les entreguen sus tierras, se conviertan en colonos o encomendados.

La nobleza laica

Mientras el pueblo visigodo no pasó de ser un grupo militar en continuo movimiento gozó de un sistema de gobierno que podríamos llamar democrático en cuanto que todos los hombres libres participaban en la elección del jefe militar o rey y eran consultados en las asambleas celebradas anualmente durante los solsticios de verano. Al establecerse los godos en el Imperio como federados y más tarde como dueños de sus propios destinos, las asambleas populares decayeron y fueron sustituidas por la consulta o la decisión de un grupo de consejeros y amigos del monarca.

La gens Gothorum, el grupo militar visigodo, estaba formado por un número reducido de familias nobles cuyos miembros reciben los calificativos de primates o séniores y están unidos al rey por lazos de fidelidad personal. Junto a ellos figuran los mediocres, entre los que se incluyen con igual título las clientelas armadas de los séniores —reciben el nombre de sayones— y del rey, a los que conocemos con el nombre de gardingos. Al primer grupo pertenecerían unas cuatrocientas familias y al segundo mil.

Equiparados por sus propiedades a los grandes latifundistas romanos, estos consejeros forman el Senatus o asamblea política de los visigodos; aceptan bajo su protección a campesinos y colonos y se rodean de grupos armados que les permiten defender sus dominios y otorgar la protección debida a los campesinos, convertidos, por su trabajo, en soporte del poder político y social de los séniores. Las clientelas armadas y los campesinos acogidos al patrocinio de un noble, así como sus esclavos y libertos, ven en éste a su señor directo, y el rey queda relegado a un segundo plano, prácticamente reducido a sus propios dominios y a la ayuda que le puedan proporcionar sus propios hombres armados.

La autoridad del monarca será efectiva si consigue superar en tierras y, por consiguiente, en hombres armados al resto de los nobles; en caso contrario, será destronado o se verá obligado a pactar y hacer concesiones que limitan su ya disminuida autoridad.

El plan casi igualitario en que se mueven nobles y reyes experimenta importantes modificaciones a fines del siglo VI cuando Leovigildo decide convertir a su pueblo de guerreros en soporte de un estado organizado a la manera imperial, en el que los nobles militares perderían el ejercicio exclusivo del poder político para compartirlo con la que podríamos llamar nobleza de servicio o administrativa, que se recluta en su mayor parte entre las filas de los gardingos unidos al rey por juramentos de fidelidad.

La creación de una nobleza adicta y sometida al rey, de quien dependían todos los nombramientos, tenía como finalidad contrarrestar el excesivo poder de la nobleza de linaje; ésta mantendría sus posesiones pero se vería alejada de los puestos de mando, militares y judiciales, y su anulación política debería tener como efecto principal la creación de una monarquía hereditaria, paso que dio Leovigildo al asociar al trono a sus hijos Hermenegildo y Recaredo. Los planes del monarca visigodo pudieron ser llevados a la práctica precisamente por la riqueza y la fuerza militar que le proporcionó su matrimonio con Godsvinta, viuda de Atanagildo.

La incorporación a sus dominios del reino suevo y de algunas zonas arrebatadas a vascos (los antiguos vascos ocupaban las actuales Navarra, País Vasco y parte de Cantabria) y bizantinos (ocupaban desde la época de Justiniano la zona mediterránea desde Málaga hasta Cartagena, aproximadamente) le permitió pagar los servicios de esta nueva nobleza y derrotar a sus oponentes. Pero su proyecto no llegó a realizarse de una forma total al fallar, por motivos religiosos, la colaboración de los hispanorromanos, que debían proporcionar al nuevo Estado su organización jurídica y administrativa.

De todas formas, con Leovigildo desaparece el Senatus o asamblea política de la aristocracia goda de linaje y es sustituido por el Aula regia o Palatium regis del que formarán parte los oficiales palatinos, los consejeros del rey, los condes y duques encargados del gobierno de las ciudades y provincias, los condes con funciones militares y los gardingos.

Los miembros del Aula regia que reciben en las fuentes, con excepción de los gardingos, los calificativos de primates, optimates, magnates, viri illustres, clarissimi et spectabiles, es decir, los primeros, los mejores, los más grandes, los varones ilustres, sobresalientes y notables, serán los colaboradores directos del monarca con el que legislan, gobiernan, juzgan y administran el reino.

Sus cargos no son en principio hereditarios, sino que dependen de la voluntad del rey; pero en la practica se da una tendencia a transmitir por herencia los cargos y, con ellos, los beneficios de todo tipo que llevan anejos. A corto plazo, esta nobleza que ha servido para quebrantar a la de linaje, la suplantará en sus pretensiones y provocará sublevaciones contra el rey cuando no consiga por medios pacíficos ver confirmados o incrementados sus privilegios.

Los obispos comparten el poder con los miembros del Aula regia; éstos tendrán el gobierno activo, aquellos ejercerán una labor de inspección y control a través de los concilios generales en el ámbito nacional y por medio de los sínodos provinciales en el ámbito regional y local según dispone el III Concilio de Toledo al ordenar que cada año se reúnan los sínodos provinciales y que asistan a ellos, además de los obispos, los jueces del territorio y los encargados del patrimonio fiscal, «para que aprendan cuan piadosa y justamente deben tratar al pueblo, de forma que no graven los bienes privados ni los fiscales con cargas e imposiciones superfluas»; los obispos, por orden del rey, deben vigilar «cómo actúan los jueces con la población, de modo que los corrijan o den cuenta de su actuación al rey»; el obispo y los nobles con autoridad en la provincia deben decidir conjuntamente qué impuestos se deben pagar en ella.

FIN

P.S.: Tomado anarosaquintanamente e intercontextualizado de La Península en la Edad Media, de Jose Luís Martín

sábado, 12 de septiembre de 2009

La sociedad visigoda, segunda parte

Libertos

El paso de siervos a libertos depende casi siempre de la voluntad del dueño, excepto en el caso de los siervos de los judíos y en el ya señalado de los esclavos a los que su dueño hace pasar por libres para buscarles un matrimonio ventajoso con personas libres. Como una variante de esta excepción podemos considerar el caso del siervo al que su dueño ha hecho declarar en juicio como si fuera libre. En todas las demás circunstancias es la decisión del señor y sólo ésta la que cuenta a la hora de conceder la libertad; y ni siquiera el rey tiene poder para liberar a los siervos de
particulares o de la Iglesia.

Es de suponer, sin embargo, que ni los particulares ni los eclesiásticos se negarían a manumitir a sus siervos ante una indicación del rey, siempre que éste les compensara económicamente. Así ocurre cuando un siervo ayuda a descubrir una falsificación de moneda: si el acusado es su propio señor, el siervo es condenado a muerte junto con el falsificador por suponerse una complicidad entre ambos; pero si el siervo no es propiedad del acusado, el rey paga su precio y es declarado libre siempre que su dueño lo consienta.

El señor puede conceder la libertad a sus siervos oralmente o por escrito, y en ambos casos se exige la presencia de testigos; los siervos del rey son liberados siempre mediante acto escrito y por lo que sabemos de los libertos eclesiásticos parece deducirse la misma conclusión, ya que era obligatoria la presentación ante cada nuevo obispo de la carta de libertad. En el caso de que una persona cualquiera deseara liberar a un siervo ajeno, podría hacerlo previo consentimiento del dueño y tras entregar a éste otros dos siervos o su valor; como cualquier otro bien, el siervo podía ser propiedad de varias personas y todas ellas debían estar de acuerdo para otorgarle la libertad.

Los libertos absolutos podían acceder a los cargos eclesiásticos, pero no era posible cuando se trataba de libertos que mantuvieran una dependencia con su antiguo dueño, ya que ésta era incompatible con la libertad que exigía el estado eclesiástico, al menos en las órdenes mayores. La condición del liberto no equivalía plenamente a la de libre: no podían declarar contra sus señores ni causarles perjuicio alguno; no podían ser testigos contra hombres libres ni ocupar cargos palatinos, esto último por razones de prestigio social esgrimidas por los antiguos dueños que no podían tolerar que quienes habían sido sus esclavos pudieran ejercer cualquier tipo de autoridad sobre ellos.

De esta norma sólo se exceptuaba a los libertos del rey quienes, por muy alto que fuera el cargo ocupado, jamás podrían ordenar nada a su antiguo dueño. Los más favorecidos entre los libertos eran, pues, los del rey, que quedaban incorporados como libres no sólo a los trabajos agrícolas o artesanos sino también, desde los tiempos de Égica, al ejército.

Es probable que el liberto transmitiera la libertad plena, es decir, los derechos personales del hombre libre, a sus hijos; al menos así se desprende de la ley que prohíbe a los libertos testimoniar contra hombres libres y concede este derecho a los hijos de los libertos. El vínculo de patrocinio contraído por el liberto condicionado respecto al señor debió ser personal y romperse, en el aspecto jurídico, por la muerte del señor según se deduce del canon setenta del IV Concilio de Toledo cuando afirma que «los libertos de la Iglesia, porque su patrona no muere nunca, jamás se librarán de su patrocinio, ni tampoco su descendencia». Esta sumisión perpetua explica la necesidad de que «tanto los libertos como sus descendientes hagan una declaración ante el obispo por la cual reconozcan haber sido manumitidos de entre los siervos de la Iglesia, y se comprometan a no abandonar el patrocinio de la misma». La alusión a la muerte de los patronos como condición liberadora del patrocinio puede interpretarse en el sentido de que esto era lo usual en el mundo laico al que pretendían equipararse los libertos eclesiásticos.

En este mismo concilio se determinan las circunstancias en las que el obispo podía
manumitir a los siervos de la Iglesia:«los obispos que no dieren nada de lo suyo a la Iglesia de Cristo como compensación... no se atrevan, para condenación suya, a manumitir a los siervos de la Iglesia pues es cosa impía que aquellos que no aportaron nada de lo suyo a las iglesias de Cristo, les causen daño y pretendan, enajenar las propiedades de la Iglesia»; a los declarados libres ilegalmente
«el obispo sucesor los hará volver a la propiedad de la Iglesia, por encima de cualquier oposición, porque no los libertó la equidad sino la injusticia».
Si el obispo quiere liberar de forma absoluta a algún esclavo, debe ofrecer a la Iglesia dos esclavos de condiciones parecidas y obtener la aprobación escrita de los restantes obispos, es decir, debe someterse a las condiciones exigidas a los laicos para liberar siervos ajenos. Para conceder la libertad condicional de modo que los libertos queden bajo el patrocinio de la Iglesia, basta que los obispos dejen de su patrimonio a la sede, o que hayan obtenido mientras ejercen su cargo, algunas
fincas o siervos, siempre que el valor de los liberados guarde con los bienes dados y obtenidos la proporción exigida por los cánones, proporción que el concilio de Mérida evalúa en relación de uno a tres.

La equiparación entre libertos y colonos es aceptada por el Concilio IX de Toledo (655) que establece que «los libertos de la Iglesia y su descendencia prestarán obsequios prontos y placenteros a la basílica de la que merecieron la gracia de la libertad, los cuales, así como dan en obsequio, según sus posibilidades, lo mismo que los libres útiles, así sufrirán las mismas penas que éstos para enmienda de sus culpas». En este mismo concilio, como consecuencia lógica de la sumisión perpetua a la Iglesia, y como resultado de la estricta separación entre libres y no libres, se prohíbe a los libertos eclesiásticos y a su descendencia casarse con romanos libres o con godos, que por el simple hecho de serlo gozan de libertad.

Las vocaciones sacerdotales, excepto para los cargos bien remunerados, no debían ser
muchas en la Península y, en consecuencia, se hizo preciso habilitar para el desempeño de las funciones religiosas a algunos siervos, y para ello era condición previa otorgarles la libertad en el caso de que fueran promovidos a los cargos de diácono o de presbítero. Todo lo que éstos adquirieran —recordemos que no podían contraer matrimonio— debía volver a la Iglesia en el momento de su muerte; libres únicamente para ejercer su ministerio, en todo lo demás seguían siendo libertos y, en consecuencia, no podían testificar contra la Iglesia y si lo hicieran perderían la
libertad así como el grado eclesiástico que «no merecieron por la dignidad de su origen sino por la necesidad de los tiempos» (IV Concilio).

A veces, la escasez de clérigos no se debía a falta de vocaciones, sino a la escasa
remuneración de los cargos eclesiásticos inferiores y a la avaricia de algunos presbíteros «que retienen los bienes de sus iglesias totalmente y no se preocupan para nada de tener clérigos con los cuales puedan celebrar los debidos oficios de alabanza al Dios Omnipotente». Según sus posibilidades económicas, los presbíteros estaban obligados a elegir entre los siervos de sus iglesias algunas personas «a las cuales, con buena voluntad, las eduquen de tal modo que puedan celebrar dignamente el oficio santo y sean además aptas para su servicio». Quizá por tratarse de simples
auxiliares del presbítero no se exige de modo explícito el requisito de otorgarles la libertad, y por el modo de vida que llevan, más parecen siervos que libertos, ya que reciben el alimento y el vestido de manos del presbítero al que deben fidelidad como señor suyo que es, según el concilio de Mérida tantas veces citado.

jueves, 3 de septiembre de 2009

La sociedad visigoda, primera parte

Hispania, siglos V al VIII.

Según la tradición germánica de los visigodos y su imbricación con las normas romanas sólo existen dos clases de hombres, los libres y los siervos a los que habría que añadir el grupo de los libertos, antiguos siervos a los que se ha concedido la libertad.

Pero bajo estas clasificaciones se ocultan enormes diferencias: libres son los nobles hispanorromanos dueños de grandes propiedades, los miembros de la aristocracia visigoda y los clérigos; libre era la mayor parte de la población urbana (de la que apenas sabemos nada) y libres eran los pequeños propietarios rurales social y económicamente independientes; libres igualmente eran los colonos y los encomendados que se habían visto obligados a buscar la protección de un gran propietario mediante la entrega de sus tierras o de su trabajo; pero su libertad no llegaba a permitirles abandonar la tierra que cultivaban.

La suerte de los siervos no difería mucho de la de los colonos y campesinos adscritos a la tierra; legalmente inferiores a éstos, carecían de una serie de derechos pero disponían, a veces, de mayores posibilidades que los simples libres, y en cuanto a los libertos, su situación era equiparable en todo a la de colonos y encomendados

Siervos

Se adquiere el estado de siervo por las mismas causas que en la sociedad romana, es decir, por el nacimiento, por cautividad —prisioneros de guerra—, por entrega voluntaria, como en los casos de hombres libres que se venden a sí mismos como esclavos (aunque la «voluntariedad» de esta entrega sea más que discutible y venga impuesta casi siempre por necesidades económicas) y por deudas o condena judicial. Además de las causas señaladas, se convierten en siervos los que no disponen de bienes suficientes para pagar los daños que hubiera causado un falso testimonio, los responsables de diversos delitos sexuales entre los que se incluyen las violaciones, raptos, adulterios, el matrimonio o el concubinato de mujeres con siervos o libertos que no les estuvieran sometidos, la celebración de segundas nupcias sin tener seguridad de que el primer cónyuge hubiera muerto, la provocación de abortos, el abandono de los hijos, la venta de hombres libres como siervos...

La característica esencial del siervo es su condición de cosa que le impide tener derechos: puede ser vendido, comprado o cambiado libremente por el dueño, que puede igualmente castigarlo según su voluntad, con la única limitación, impuesta a fines del siglo VII, de no mutilarlos ni causarles la muerte. Sólo en determinados casos se les permite declarar en juicio como testigos siempre que sus dueños los declaren dignos de crédito, con lo que se presta confianza no al siervo sino al señor; incluso en estos casos su testimonio sólo es válido en causas de poca importancia (peleas entre vecinos y parientes, discusiones sobre lindes, robos de escasa monta...) y siempre que no hubiera hombres libres que hubieran presenciado el hecho. Su testimonio es admitido e incluso exigido en los casos de fuga de otros siervos y el juez puede aplicarles tormento para obtener de ellos la verdad, teniendo cuidado de no mutilarlos para evitar perjuicios económicos al dueño. Igualmente se les obliga a declarar cuando el rey investiga delitos de falsificación de moneda o crímenes de lesa majestad y cuando se sospecha la existencia de adulterio en alguno de sus señores; se les permite testificar cuando ellos mismos han sido maltratados por personas que no sean sus dueños, por considerar que el siervo debe proteger en todo momento los intereses del señor, entre los que se cuenta él mismo. La ley de Chindasvinto que regula este último punto alude a la existencia de hombres libres que, abusando de su condición, hieren a siervos ajenos y se niegan a responder en juicio a las acusaciones presentadas por los esclavos, alegando que en el caso de que ellos, los libres, ganaran el pleito, no podrían recibir la compensación económica debida al no disponer el siervo de bienes propios; valiéndose de esta impunidad, eran frecuentes los casos de hombres libres que descargaban su ira sobre siervos ajenos que, por sí mismos, no podían reclamar.

En defensa de los intereses de los dueños, se autorizaba a los siervos a querellarse en las mismas condiciones que cualquier libre siempre que el dueño residiera a una distancia superior a cincuenta millas; si la distancia fuera menor sólo el dueño, es decir, el afectado en su economía, podía reclamar; y si no pudiera acudir al juicio por justas razones se le permitía delegar en el siervo. Pero la actuación del esclavo sólo era válida si el dueño estaba conforme con ella, pues si éste creía que el siervo no había mostrado suficiente interés en la defensa de sus derechos podía iniciar de nuevo el pleito. En definitiva; los siervos carecen de personalidad jurídica. El señor era responsable por ellos y además era el beneficiario de sus ganancias. La justicia se reduce a utilizarlos cuando los necesita por carecer de otros medios para averiguar la verdad, lo cual no puede extrañarnos en una sociedad que recomienda se prefieran los testigos ricos a los pobres por considerar que estos últimos pueden falsear su testimonio obligados por las necesidades económicas.

Las relaciones sexuales de los siervos con personas de distinta categoría social se consideran un atentado contra el orden establecido y son gravemente castigadas en el siervo, y en el libre que no respeta ni hace honor a su condición; la persona libre o liberta que consienta en estas relaciones se ve reducida a la esclavitud, y los hijos habidos de estas uniones serán igualmente siervos.
Esta última cláusula de la ley daría lugar a gran número de abusos. La posesión de siervos, de su fuerza de trabajo, era una fuente de riqueza importante, por lo que debieron alcanzar un alto precio del que el señor procuraba resarcirse obligando a los siervos a un trabajo continuado y a las siervas a tener el mayor número posible de hijos. No es difícil imaginar que una sierva joven, en estado de procrear, alcanzaría precios inaccesibles para los pequeños o medianos propietarios, muchos de los cuales recurrieron, para obtenerlas, al procedimiento de hacer pasar por libres a sus siervos y casarlos con mujeres libres o libertas. Una vez realizado el matrimonio se descubría el fraude y la esposa con los hijos pasaba a ser propiedad del dueño del marido. Para remediar estos abusos, se estableció que cuando se pudiera probar el fraude el dueño perdería sus derechos sobre marido y mujer, por la sencilla razón de que el señor había hecho creer que realmente su siervo era libre y debía creerse en su palabra primera aunque luego se desdijera. En estas condiciones, no es extraño que la esterilidad alcanzara categoría de maldición bíblica, al menos para las siervas, al defraudar económicamente a sus dueños, verían endurecerse sus condiciones de vida.

Los siervos del rey

Dentro del mundo de los siervos, no todos tienen igual categoría. En la cima de todos ellos y con rango y poder superiores a los de muchos libres se hallaban algunos siervos del rey encargados por éste de la dirección de diversos servicios como el pastoreo del ganado, la acuñación de moneda y la cocina real. Éstos y en general cuantos ejercían autoridad sobre otros hombres estaban autorizados a declarar en juicio ya que, lógicamente, el juez no podría negar validez al testimonio de un siervo que gozaba de la confianza del monarca.

Los siervos del rey podían incluso tener sus propios esclavos a los que, en ocasiones, llegaron a manumitir mientras ellos permanecían en estado de esclavitud; disponían de algunos bienes que podían ceder o cambiar libremente siempre que con ello no salieran del poder supremo del rey, caso que se daba cuando las donaciones o ventas se efectuaban a las iglesias. Para evitar esta pérdida se ordenó que ningún siervo real pudiera liberar a los que dependían de él ni dar a la Iglesia tierras o siervos sino que, en el caso de que quisieran hacer una donación por su alma, vendieran sus tierras y hombres a otros siervos del rey, con lo que éste mantenía intactas sus propiedades, y dieran a la Iglesia el importe de la venta.

Los siervos eclesiásticos


La situación de los siervos eclesiásticos no debió ser mucho mejor que la de los particulares. Aunque la Iglesia tuvo un gran interés en manumitirlos por motivos religiosos, la diferencia económica entre un siervo y un liberto absoluto (veremos que existen dos tipos de libertos) debió ser motivo suficiente para que estas manumisiones fueran contadas. Los concilios insisten repetidas veces en la obligación de manumitir a los siervos y, al mismo tiempo, explican de forma suficientemente clara las razones por las que no se llevaban a efecto las manumisiones . El obispo es incitado a liberar a los siervos de la Iglesia, pero se le exige que los bienes eclesiásticos no disminuyan ni se pierdan, y es indudable que la manumisión de un siervo representaba una pérdida importante, por lo que el obispo sólo podría liberarlos en el caso de que compensara a la Iglesia con entrega de sus bienes patrimoniales.

En el concilio de Mérida (666) se puso de manifiesto que algunos obispos habían liberado a numerosos siervos de la Iglesia, y para evitar lo que el concilio llama abusos se inició una investigación sobre las circunstancias que concurrían en cada caso. Se dispuso, en el canon XX, que serían considerados libertos los que hubieran sido manumitidos por «aquellos obispos que han aportado a la santa Iglesia que gobiernan muchos bienes de su propio patrimonio» y volverían al estado de servidumbre los que debieran su libertad a quienes no dieron nada a la Iglesia. En el canon XXI, utilizando los mismos argumentos, se autoriza a los obispos a conceder bienes eclesiásticos a cualquier persona de su elección «si el obispo aportare grandes cantidades de su patrimonio a la iglesia que gobierna» y «si apareciera claramente que lo que escrituró a nombre de su iglesia es el triple o mucho más». En estas condiciones, muy pocos debieron ser los siervos manumitidos por la Iglesia, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo VII cuando se buscan los cargos episcopales como medio de enriquecimiento. Está probado que a fines del siglo se produjo una regresión y que gran número de libertos volvió a la servidumbre en virtud de las normas aprobadas en el concilio de Mérida, que fueron interpretadas de un modo aparentemente legal por muchos obispos a los que sólo preocupaba el incremento de sus bienes. Los cánones exigían que cuando fuera nombrado un nuevo obispo, los libertos le presentaran en el plazo de un año sus cartas de libertad para ser confirmadas; estas normas no serían conocidas en la mayoría de los casos por los libertos, y aprovechando su ignorancia «algunos obispos, más interesados en el aumento de sus cuentas que en agradar al Señor por sus obras de misericordia, convierten inmediatamente en esclavos suyos a aquellos libertos de la familia de la Iglesia que sus antecesores habían manumitido, por no haber presentado en el tiempo señalado el documento de su libertad».

El III Concilio de Zaragoza (691) puso fin a esta práctica al ordenar que el plazo de un año se contara a partir del momento en que el nuevo obispo hubiera pedido explícitamente a cada liberto la presentación de sus cartas; de esta forma se evitaría que los libertos alegaran ignorancia y que ésta fuera aprovechada por el obispo para reducirlos a esclavitud.

Ignoramos el número de siervos eclesiásticos, pero sabemos que a fines del siglo VII, en el XVI Concilio de Toledo (693), Égica se lamenta del estado de abandono en que se hallan muchas iglesias rurales por haber sido encomendadas varias de ellas a una misma persona que no podía atenderlas debidamente, y pide al concilio que, en adelante, cada una de las iglesias «aunque sea muy pobre, con tal de que pueda tener diez siervos», sea administrada por su propio y exclusivo rector; esta medida fue aprobada por los obispos asistentes; podemos colegir que si las iglesias rurales muy pobres podían tener a su servicio diez esclavos, el número de los pertenecientes a la Iglesia visigoda en general sería extraordinario, a pesar de las disposiciones canónicas en contra.

martes, 1 de septiembre de 2009

La conspiración judía mundial I

Año 694. En Toledo se celebra el Concilio XVII de la Iglesia cristiana.

El rey Égica inicia sus peticiones recordando las calamidades que azotan al reino a consecuencia de los pecados de la población y pide al concilio que reforme el estado de las iglesias rurales, semiarruinadas y cuyos ingresos son acaparados por algunos clérigos que regentan varias iglesias simultáneamente sin atenderlas, o por los obispos; en relación directa con este abandono parece hallarse el resurgimiento de la superstición y del culto a los ídolos entre los rústicos y también entre los obispos, según se deduce del canon V del XVII Concilio en el que se condena a quienes dicen misa de difuntos por personas vivas «para que aquél por el cual ha sido ofrecido tal sacrificio incurra en trance de muerte y de perdición por la eficacia de la misma sacrosanta obligación».

También las sinagogas se hallan derruidas, pero los judíos gozan de relativa libertad y el monarca pide que se apliquen las leyes promulgadas y que se pongan en vigor otras nuevas para privar a los hebreos de su medio de vida prohibiéndoles la asistencia a los mercados y recargando los impuestos mediante el procedimiento de eximir del pago a los convertidos sin variar el montante global de lo pagado por cada comunidad judía y de hacer que las cuotas debidas por los conversos fueran satisfechas por los restantes.

El problema judío adquiere un matiz político en el XVII Concilio de Toledo ante el que Égica acusa a los hebreos de haberse sublevado en otros reinos contra los monarcas y de haber organizado en la Península una conspiración para combatir y destruir el reino de acuerdo con sus correligionarios del norte de África; ante la imposibilidad de convertir a los judíos, el monarca pide a los padres conciliares que tomen medidas severas contra ellos.

Pero con una excepción: los que viven en Septimania (territorios al norte de los Pirineos pertenecientes al reino visigodo), donde sus servicios son necesarios ya que la inseguridad, los ataques exteriores y la peste inguinal habían diezmado la población.

La exención pedida para los judíos de Septimania, región fronteriza, parece desmentir la idea de una conjura internacional sobre la que el rey promete pruebas que no conocemos

El concilio rechazó la petición de Égica y condenó a todos los judíos a la pérdida de la libertad y a la confiscación de sus bienes; para que éstos fueran productivos y el rey pudiera solucionar los problemas de Septimania, el concilio sugirió al monarca la posibilidad de elegir en todo el reino algunos siervos cristianos de los judíos a los que se concedería la libertad y parte de los bienes confiscados a condición de que pagaran íntegramente los impuestos debidos por los judíos.

Este es una de las primeras ocasiones documentadas que tenemos sobre la "culpabilidad" genérica de los judíos en los problemas de España, casualmente se solucionaron los problemas incautando las riquezas de estos.

lunes, 31 de agosto de 2009

La muerte de William Wallace

William Wallace fue capturado por los ingleses el 5 de agosto de 1305 cuando un caballero escocés, John de Menteih, leal a Eduardo I Longshanks (Piernas Largas) de Inglaterra, lo traicionó.

Wallace fue trasladado a Westminster en un viaje de 17 días. Fue juzgado por traición, cosa que negó ya que según él nunca había jurado lealtad a ningún inglés, sólo al rey de Escocia, John Balliol, a la sazón prisionero en la Torre de Londres.

Fue encontrado culpable de traición y el día 23 de agosto fue sacado de lo calabozos de Westminster Hall, desnudado y se le arrastró atado a la cola de un caballo por la ciudad, para que los buenos ciudadanos ingleses pudieran verlo, hasta el lugar del ajusticiamiento en Smithfield (actualmente el Hospital de St. Barholomew); una vez allí se le infligieron distintos escarmientos por diversos delitos (la traición tendía a que hacer que cayera sobre el acusado una catarata de acusaciones añadidas).

Por los crímenes de felonía, robo y asesinato se le colgó hasta que estuvo prácticamente muerto, lo descolgaron y le cortaron los genitales, después le abrieron el vientre y quemaron los intestinos: por haber cometido sacrilegio.

Todo esto entre las risas de los ciudadanos y forasteros que se habían congregado desde todas las partes de Inglaterra para disfrutar de la justicia del rey.

Por traidor su cadáver fue desmembrado y sus pedazos exhibidos por las cuatro esquinas del país, llegando incluso al norte de Inglaterra; su cabeza, empalada en una estaca, quedó expuesta en el puente de Londres, su brazo derecho causó sensación en Newcastle, el izquierdo se envió a Berwick, el pie derecho fue visto en Perth, y el izquierdo en Sterling. Los restos de su cuerpo que quedaban fueron enterrados en Aberdeen.

miércoles, 26 de agosto de 2009

La pólvora

Se cree que fue el fraile Bertold Schwartz (el negro) quien la descubrió allá por el año mil trescientos y pico. Pero parece que éste lo que ideó fue introducirla en unos tubos y aprovechar la fuerza de su expansión para proyectar piedras a larga distancia.

En 1292, el monje franciscano Roger Bacon escribió “...con salitre, polvo de carbón y azufre, si tú conoces el artificio puedes producir el trueno y el rayo...

Pero, 1.200 años antes que Bacon, se dice que los chinos ya conocía la fórmula, pero como eran gente civilizada la usaron para fuegos artificiales. No olvidemos que los chinos inventaron también la imprenta y no publicaron periódicos. Lo que sí es cierto es que los árabes emplearon la pólvora con fines bélicos y que ellos habían recibido la receta de los persas o los indios, y fueron los que la usaron en España por primera vez.

En la crónica de Alfonso XI de Castilla sobre el sitio de Algeciras, en el año 1332, se dice: “los moros de la ciudad lanzaban pellas de hierro grandes, tamañas como manzanas grandes, y lanzaban tan lejos de la ciudad que pasaban allende de la hueste algunas de ellas, é algunas de ellas ferian en la hueste”. En el capítulo 33 se lee: “en 24 de febrero de 1334 entraron en la ciudad cinco embarcaciones cargadas de harina, miel, manteca y de pólvora con que lanzaban del trueno

En los Anales de Aragón, Zurita habla de una invasión que los moros de Granada hicieron en Alicante en 1331, en la llevaban ciertas pelotas de hierro que se tiraban con fuego.

Abu Abdallah, en su crónica de España, refiere que en 1312 el rey de Granada Abulualid llevó consigo al sitio de Baza “una gruesa máquina que cargaba con mistura de azufre y, dándola fuego, despedía con estrépitoo globos contra el alcázar de la ciudad.

martes, 18 de agosto de 2009

Muerte de Unamuno

En la España nacional pronto se generalizó la idea de que los culpables últimos de la anarquía social española de 1936 eran los “intelectuales”, identificando a menudo a estos con los hombres de la Institución Libre de Enseñanza. La Institución se presenta durante estos primeros meses de guerra como una síntesis perversa del laicismo, la impiedad y el ateísmo: la idea cuajará y llegará a dominar el pensamiento tradicionalista durante todo el conflicto.

Otros dos colectivos concretos sufren la represión desde el mismo inicio de la guerra, los masones y los protestantes. El 8 de diciembre de 1936 se produce un caso particularmente odioso, los nacionales fusilan en Salamanca al pastor protestante Atilano Coco, amigo de Unamuno. Había sido detenido en julio por masón; el propio Unamuno había intercedido ante el mismo Franco en octubre, sin conseguir nada. Impresionado por el asesinato, escribe Unamuno una carta al director de ABC de Sevilla el 11 de diciembre:

“...Yo dije que lo que había que salvar en España era la civilización occidental cristiana, pero los métodos no son civilizados sino militarizados, ni occidentales sino africanos, ni cristianos sino católicos a la española tradicionalista, es decir anticristianos. Esto procede de una enfermedad mental colectiva, de una verdadera parálisis general progresiva espiritual, no si base de la otra, de la corporal.....No es este el Movimiento al que yo, cándido de mí, me adherí creyendo que el pobre general Franco era otra cosa que lo que es. Se engañó y nos engañó. He hecho saber a todos los nobles e inteligentes españoles refugiados en Francia que no piensen volver. La más feroz tiranía nos amenaza. Entre los hunos -los rojos- y los hotros -los blancos (color de pus)- están desangrando, ensangrentando, arruinando, envenenando y -lo que para mí es peor- entonteciendo a España.”

Tras su enfrentamiento en octubre con Millán Astray, Unamuno había sido destituido de su puesto como Rector de la Universidad de Salamanca, y ahora después de esta carta, sufre arresto domiciliario.

En esta guerra irracional es ya un proscrito en las dos zonas enfrentadas. El 31 de diciembre, tras varios días de enfermedad, su corazón deja de latir.

jueves, 6 de agosto de 2009

Vacaciones

Mañana viernes, 7 de agosto, me voy de vacaciones una semanita. Necesito descansar del duro trabajo.

Recorremos parte de Lugo y visitaremos los Cañones del rio Sil. Luegos estaremos varios días en Santiago de Compostela y nos acercaremos al fin del mundo.

Nos leemos a la vuelta.

Anécdotas cortas

1.- Un dia Napoleón, con cierta ironía e incredulidad, le preguntó al príncipe Massimo, italiano célebre por su extensa genealogía:

- ¿Es verdad, príncipe, que creéis descender de Fabio Maximo Cunctator?.
- No lo sé, sire. Lo único que puedo deciros es que es un rumor que desde hace 2.000 años corre por nuestra familia.



2.- “Un hijo de casa noble abofeteará al insolente que ponga en duda la virtud de su madre; sin embargo, él mismo no oculta que su abuela tuvo ciertos devaneos; y, en cuanto a su taratabuela, si por ventura obtuvo favores de Alfonso XII su vanagloria es grande. De este modo la vergüenza de los nuestros, a medida que se aleja de nosotros, se convierte en gloria.”


3.- A la muerte de Lutero en 1546 los protestantes manifestaron frecuentemente su rebeldía contra la Iglesia. Carlos I de España, de acuerdo con el Papa y con su hermano Fernando, a quien había cedido los dominios hereditarios de Alemania, resolvió hacerles la guerra.
El 24 de abril de 1547 obtuvo el emperador español la victoria de Mühlberg. En ella hizo prisionero al príncipe elector d Sajonia, cuya vida ofreció a su esposa a cambio de la ciudad de Wittemberg, en cuya iglesia había clavado, años antes, Lutero sus célebres noventa y cinco tesis.
En la propia iglesia estaba enterrado Martín Lutero y el duque de Alba propuso a Carlos I que desenterrase el cadáver, lo quemase y aventase las cenizas, a lo que el emperador respondió:
- Dejémosle reposar: ya ha encontrado a su juez. Yo hago la guerra a los vivos y no a los muertos.


4.- El 3 de junio de 1898 la escuadra española en Cuba se enfrentó a la estadounidense, en cuatro horas se perdió la flota en un combate desigual. Los americanos mandaron sus botes y condujeron a bordo de sus acorazados y hospitales prisioneros y heridos, incluso los que cayeron en manos de los rebeldes cubanos que fueron reclamados.
Entre los prisioneros figuraba un oficial, Augusto Miranda, que llegaría a ser almirante y ministro de Marina. Frente a La Habana, solicitó desembarcar bajo palabra de nor, con objeto de atender a su familia que allí residía, y cuya situación no podía por menos de ser muy crítica en aquellos momentos. Se le concedieron dos horas.
Cuando había transcurrido poco más de la mitad del permiso, anunciaron a Miranda que un oficial del barco estadounidense preguntaba si estaba en casa. Miranda refrenó su cólera a duras penas: mediando la palabra de un marino español, no podía aceptar que se pretendiese vigilar su cumplimiento. Pronto tuvo que rectificar. El marino americano le dijo, sencillamente:
- Vengo a traerle su espada. El capitán no quiere que cruce usted la ciudad sin ella, en una hora tan concurrida.



5.- Decía Jonathan Swift que muchos nobles son como las patatas, que todo lo bueno lo tienen bajo tierra.


6.- En 1869, la emperatriz Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, fue a Egipto a inaugurar el canal de Suez. El sultán Abdul Aziz la recibió como correspondía, y entre otros agasajos la invitó a visitar el harén. Curiosa, la emperatriz accedió. ¡Ahí es nada, conocer un lugar tan ligado a la fantasía popular y literaria!. La visita se realizó con un solo contratiempo. La entonces favorita del sultán, celosa de ver cómo su dueño trataba a la emperatriz, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se acercó a ella y le dio una soberana bofetada. La real ofendida no dio mayor importancia al hecho y no lo transformó en un conflicto diplomático. Sabía la emperatriz lo que eran los celos y la dificultad de reprimirlos.


7.- El obelisco egipcio que se alza en la plaza de San Pedro, frente a la basílica vaticana, yacía, junto con otros que los emperadores romanos había hecho trasladar a la urbe, entre el barro y las hierbas que cubrían los vestigios de la Roma imperial. Sixto V encargó al arquitecto Domenico Fontana la erección del mismo en el lugar donde ahora se admira.
El 10 de septiembre de 1586, una vez trasladado un equipo de 140 caballos y 800 hombres, se encargó de levantarlo del suelo y ponerlo en pie. Una gran muchedumbre se congregó en la plaza para gozar del espectáculo. Se conminó, bajo pena de muerte, a guardar silencio para que así se pudieran oir las voces y gritos de los técnicos. Pero en un momento dado, las cuerdas que izaban el obelisco se distendían por el peso enorme de la mole y se cuenta que un marinero de San Remo, llamado Bresca, y capitán de una nave genovesa gritó: “¡Agua a las cuerdas!”. Así se hizo y la operación pudo llevarse a buen término. Pero, cumpliendo las órdenes del papa, los guardias detuvieron a Bresca, que debía ser ahorcado de acuerdo con lo establecido, pero el papa no sólo le perdonó, sino que le concedió el privilegio de izar la bandera pontificia sobre su nave y el de proporcionar a la Santa Sede las palmas que los pontífices usaban y usan en el domingo de Ramos. Este privilegio se ha conservado hasta hace relativamente poco.

martes, 4 de agosto de 2009

La muerte de Santa Teresa de Jesús

Murió un 4 de octubre y fue enterrada al día siguiente, 15 del mismo mes.

No, no es una errata. Veamos:

Antes de Julio César todos los años eran de 365 días; pero como la Tierra tarda 5 horas, 48 minutos y 48 segundos más en completar la vuelta de su órbita alrededor del Sol, se atrasaba un día cada cuatro años, de modo que el solsticio de invierno (el día más breve del año) caía cada vez más cerca de la primavera, y poco a poco llegaría a ser verano en enero.

Julio César, para corregir esta deformidad, mandó añadir al año un día cada cuatro años, de donde vino el año bisiesto. ¿Y de donde viene bisiesto?. Al día 23 de febrero lo llamaban los romanos sexto de las calendas; o sea, día sexto antes de las calendas de marzo. Como Julio César decidió que en el año que se debía intercalar un día sería en aquel mes y en aquel día, había dos días sextos (bis sexto)en el año que tenía 366 días.

Ya estaba todo arreglado, ¿todo?. No, una aldea resistía, ahora y siempre, al invasor........digo, el Sol en su giro alrededor de la Tierra no gastaba 365 días y seis horas exactas cada año, faltan 44 minutos cada cuatro años, los cuales al cabo de 100 años llegan a completar casi un día. El día del equinocio de primavera, el 21 de marzo, del 325 se celebró el Concilio Niceno; esta era una fecha importante para la historia de la Iglesia (pero esa es otra historia), los estudiosos del año 1580 se dieron cuenta que contando hacia atrás el día del Concilio sería el 1 de abril. ¡Les sobraban 10 días!. El pagano Julio César se había equivocado en algunos minutos.

En 1475, Sixto IV pensó en la reforma del calendario, pero no se pudo adelantar nada pues murió al año siguiente. León X, en 1516, emprendió esta reforma de nuevo y se habló de ella en el Concilio de Trento. Pero la gloria estaba reservada al papa Gregorio XIII.

Este papa se valió de los conocimientos del célebre matemático y astrónomo italiano Luis Lulio, y siguiendo sus consejos, mandó que en el año 1582 se quitasen diez días al mes de octubre, de modo que al día 4 no siguiera el 5, sino el 15.

Y para precaver en lo sucesivo semejante equivocación, ordenó que de cada cuatro años centenares, sólo uno fuese bisiesto; esto es, que fuese bisiesto el año de 1600, pero no los de 1700, 1800, 1900, siéndolo otra vez el 2000, y no los tres centenares siguientes, et al.

Y volvemos al principio de nuestra historia. Como Santa Teresa murió precisamente el 4 de octubre de 1582, el día siguiente fue, de conformidad con lo dispuesto por el papa Gregorio, el 15 de octubre. De aquí el nombre de nuestro calendario: Gregoriano.

Como en Rusia, que profesaban la religión ortodoxa, no se aceptó la reforma hasta después de la implantación del régimen comunista, la celebración de la Revolución de Octubre, se commemora en noviembre (1)

(1) Esto lo escribí en 1987, todavía existía la Unión Soviética.

Diario de Colón I

3 de agosto

Partimos el día 3 de agosto de 1492, de la barra de Saltes (1) a las 8 horas. Anduvimos con fuerte virazón(2) hasta el poner del Sol hacia el Sur sesenta millas, que son 15 leguas(3); después al Sudueste y al Sur cuarta del Sudueste(4), que era el camino para las Canarias.

(1)Colón mandó embarcar a toda su gente el día 2 de agosto en el puerto de Palos, y en la madrugada del día 3, media hora antes de salir el sol, mandó zarpar. La barra de Saltes es la ría que forman la desembocadura de los rios Tinto y Odiel
(2)Virazón es el viento que en las costas sopla de la parte del mar durante el día, alternando con el terral, que sopla de noche.
(3)La legua equivalía a 4 millas itálicas, y cada una de estas a 1477 ó 1480 metros. O sea, unos 22.200 metros (22 kms en 10 horas aproximadamente)
(4)En tiempos de Colón, la navegación no se hacía en función de grados no vientos. Los vientos principales eran ocho; los rumbos intermedios eran los medios vientos, y la cuarta era el nombre de cada una de las 32 divisiones que tenía la rosa de los vientos.


4 de agosto, Sábado

Anduvieron al Sudueste cuarta al Sur

5 de agosto, Domingo


Anduvieron su vía entre día y noche más de cuarenta leguas.

Disculpas

Ayer día 3 de agosto quise empezar una nueva serie de escritos recordando al mayor navegante de la Edad Moderna. Pero los duendes de la blogosfera se comieron el artículo.

Así que hoy lo repito, el copiar y pegar es una maravilla.

Con todos ustedes: El Diario de a bordo, de Don Cristobal Colón. Bueno, todavía no es Don, tendremos que esperar al año que viene.

Saludos

lunes, 3 de agosto de 2009

Represión sexual en la España de Franco

Los años de la autarquía

La influencia de la Iglesia Católica en cuestiones de moralidad fue preponderante, sólo la Iglesia poseía una ética social y sexual definida y elaborada. El nuevo régimen nacido del 18 de julio no sólo adoptó la moral católica, sino que dejó a la responsabilidad de las autoridades eclesiásticas la defensa del dogma, la supervisión de la enseñanza y el control de la moralidad pública y privada en todos los ámbitos. Esta omnipresencia del clero en los organismos y actividades del Estado fue lo que se llamó “nacional-catolicismo”.

La doctrina moral de la Iglesia Católica siempre ha tenido dificultades para conciliar sexualidad y cristianismo. La carne está viciada de raíz y su fruto, el amor sexual, es el origen de casi todos los pecados. En los primeros años de nuestra posguerra las pastorales de los obispos y los catecismos estaban llenos de estadísticas que recogían que “por culpa del sexo están en el infierno el noventa y nueve por ciento de los condenados”

Pero, ¡oh, asombro!, hasta para la Iglesia resultaba evidente que la especie humana necesita el sexo para reproducirse. Se toleró la unión sexual con vistas a la procreación, pero como un mal menor y con ciertas condiciones.

Primero y principal, la pareja debe contraer matrimonio monógamo e indisoluble. En segundo lugar, se autoriza el acto conyugal sólo con el fin de procrear hijos, ya dijo San Agustín “el uso del matrimonio sólo por placer comporta por lo menos pecado venial”. En el matrimonio cristiano no debe haber sitio para la concupiscencia. Se recomendaba no comulgar e incluso entrar en la iglesia si los esposos habían tenido relaciones. También se recomendaba no mantener contacto sexual en las fiestas religiosas y durante toda la Cuaresma. Se recomendaba a novios y esposos que se separaran en los actos de tipo religioso.

Reflejo de esta actitud ante el sexo es la costumbre de los esposos de hacer el amor a oscuras y con el pijama puesto, y rezando previamente para dejar bien claro que realizan el acto con fines procreadores. Según Amando de Miguel no toda la culpa era de la Iglesia, la clase médica oficial ha respaldado con afirmaciones de grueso calibre que el erotismo era la causa de todos nuestros males y que su represión nunca produce neurosis.

La familia se convirtió en la columna vertebral del sistema. “De un soltero puede temerse todo. De un hombre casado se sabe que será responsable, cumplidor, abnegado, que vivirá fiel a la empresa que le sustenta y sustenta a sus hijos”

La doble moralidad

Ante el peligro de que el nexo conyugal saltar por ambos extremos si la presión se repartía por igual entre los cónyuges, la moral tradicional ha cargado todo el peso de sus exigencias sobre el miembro más débil de la pareja, la mujer, para salvar de esta manera la institución familiar.

Esta represión selectiva, dirigida contra la mujer, cuya castidad es de más fácil verificación, viene desde la costilla de Adán, se la obligó a aceptar el supremo derecho del varón. Al esposo se le tolera que ponga los cuernos a su mujer cuantas veces lo desee, mientras no tenga manceba notoria. La mujer, en cambio, comete adulterio simplemente por yacer una vez con varón que no sea su marido.

En un texto escolar de 1959, se leía: “Mentir es una cobardía. Por eso las mujeres, seres débiles, mienten más que los hombres” (Lecturas Educativas, Herrero Antolín, Madrid 1959). Se procuraba apartarla de los intereses masculinos y alejarla del trabajo fuera de casa. La ley de ayuda familiar (los puntos) de marzo de 1946 castigaba el trabajo de la mujer casada con la pérdida del plus familiar.

La represión se encaminó, en la intimidad conyugal, a fomentar la pasividad sexual de la mujer. De soltera debe cuidar de su virginidad; su sensibilidad queda arrollada por el peso de una formación moral que le inculca que el sexo es algo sucio y despreciable. Su función como mujer en el matrimonio es la de servir de apaciguamiento de la concupiscencia varonil, pero sin la menor complacencia, con fría resignación. Se contrapone una mujer pasiva y frígida, o por lo menos fría y adusta en su comportamiento sexual a un hombre machista y virilizado, que tiene que buscar el placer fuera de casa. La frigidez se transmite de madre a hija por rigurosas presiones sociales y educativas.

Durante la guerra se comenzó a reducir y eliminar toda la mala influencia introducida por la II República, desde el mismo 1 8 de julio se condenó a la inmoralidad al ostracismo. Según evolucionó la guerra las distintas zonas nacionales fueron aplicando los diversos decretos de la Junta de Defensa Nacional. Por ejemplo, en Navarra, la zona más intransigente de España, se prohibieron los café-concierto, los cafés de camareras y los cabaret, todos los lugares de diversión nocturna. En cambio, en la zona Sur controlada por el liberal Queipo de Llano se hizo la vista gorda. En Asturias se llegó a publicar “Queremos un Oviedo con menos prostíbulos y más amor a Dios y a la Patria”.

Pasada la época de la guerra, obispos, gobernadores, párrocos, alcaldes y asociaciones de Acción Católica empezaron a tomarse mucho más en serio el tema de la moralidad pública. Se promulgaron las Normas de Decencia Cristiana: hubo que abandonar la falda corta que las muchachas de Auxilio Social vistieron durante la Guerra; las chicas de Coros y Danzas tuvieron que ponerse pantaloncitos bajo las faldas para bailar; breves escotes; medias incluso en verano; mangas hasta el puño y vestidos amplios. Una muchacha que llevara la ropa algo ceñida, provocaba la exclamación de rigor: “¡Va peor que desnuda!”.

Los obispos y prelados tomaron como cuestión capital la misión de marcar el largo de las faldas y mangas en sus diócesis respectivas. El cardenal Pla y Daniel mostró una vez su desagrado porque los pantalones cortos de los Flechas y Cadetes en una demostración del Frente de Juventudes, “podía excitar las pasiones de las muchachas espectadoras”. A las mujeres se les prohibía entrar en las iglesias sin medias y con los brazos al aire, además del preceptivo velo. La picaresca hizo que en verano las muchachas vistiesen con manga corta llevando en el bolso unos manguitos en el bolso hasta que llegaban a la puerta de la iglesia. A veces, a la hora de comulgar, algunas muchachas eran rechazadas por el cura al llevar demasiado escote, o carmín en los labios o mangas cortas. Las muchachas criadas en régimen de internado en colegios de religiosas se les recomendaba que no comulgaran cuando tenían la regla. Y siempre se acostaban con la luz apagada; en algunos se las obligaba a bañarse con el camisón puesto.

“Los bailes agarrados son un serio peligro para la moral cristiana”, aseguraba una de las Normas de Decencia Cristiana en los años 50. El cardenal Segura, arzobispo de Sevilla prohibió el culto en los pueblos y ciudades en que se bailaba “agarrao”. Incluso amenazó a sus sacerdotes con la suspensión de sus funciones sagradas si se atrevían a absolver a los que bailaban agarrados. La burguesía y la aristocracia sevillana se tenían que ir de la diócesis cuando tenían ganas de bailar.

El verano

Cuando se aproximaba la estación estival, un bando de los Gobernadores Civiles precisaba: “Se prohíbe la permanencia en las playas y piscinas sin el albornoz puesto”. El traje de baño tenía que ser “completo” para ambos sexos. Los hombres llevaban tirantes, con la espalda y el pecho cubiertos (sólo en los años 50 empezó a tolerarse el bañador simple, el famoso Meyba). Las mujeres habían de usar, además, la faldilla que cubría una parte del muslo. Por supuesto, era obligatoria la separación de sexos, las piscinas tenían un horario para hombres y otro para mujeres; en las playas había que acotar una “zona reservada para las señoras”. Un guardia uniformado de azul y con zapatillas blancas, vigilaba las posibles infracciones. F. Vizcaíno Casas recuerda en La España de la posguerra (1939-1953) que sus compañeros jugaban al fútbol en la playa haciendo con los albornoces los palos de las porterías, uno de ellos se quedaba vigilando y cuando veía al vigilante acercarse gritaba: “¡Que viene la moral!”, y todos corrían a ponerse su albornoz.

Por supuesto, la aplicación de estas normas variaban de una zona de playa a otra según la geografía nacional, corría una broma sobre Navarra: al no tener litoral se rumoreó que Fuenterrabía en Guipúzcoa se convertiría en el puerto de Pamplona. Alguien comentó que “ni las mentes más calenturientas serían capaces de imaginar la forma de los trajes de baño en una playa navarra”.

Al borde del abismo

El noviazgo, en cuanto preparación al matrimonio, es un mal necesario, se insistía. Un juego peligroso en torno al abismo de la lujuria. En modo alguno debía convertirse en un evacuatorio de descargas sexuales prematuras. Los novios tenían que conocerse, claro está. Pero, conocer, ¿qué?. Pues su manera de pensar, de juzgar a los demás y, sobre todo, de controlar los propios impulsos y pasiones.

¿Cómo se podría manifestar su mutuo cariño?. La respuesta la debía dar el miembro más receptivo de la pareja, la buena novia española: “exige un respeto absoluto a tu cuerpo...es sagrado....no se puede tocar” (La muchacha en el noviazgo, E. Enciso Viana, 1967). A mediados de los años 40, la Dirección General de Seguridad dictó severas órdenes a los agentes para reprimir las actitudes indecorosas. El resultado fue que los guardias ponían un celo especial en vigilar a las parejas que se adentraban en parques y descampados. A la menor efusión amorosa, multa al canto. En las ciudades de provincias los periódicos locales solían publicar la lista de las parejas que habían sido multadas “por atentar a la moral con actos obscenos en plena vía pública”.

Se recomendaba a las novias que actuaran no como amigas o compañeras sino como reinas. Este amor devoto, idolátrico pero distante imponía un desentendimiento erótico. El noviazgo se convertía en el más eficaz y sofisticado sistema de represión sexual de los jóvenes. El peso de “controlar” a los jóvenes recaía sobre las novias, la sociedad esperaba de ellas que actuaran como buenas y cristianas españolas: “el hombre sólo piensa en “eso”...En cuanto lo consiguen se olvidan de tí...Tú no tienes nada que ganar y todo que perder”. Estas expresiones y otras de mismo cariz han conformado la mentalidad puritana y el retraimiento erótico de la novia española tradicional.

En el campo contrario el hombre tenía diversas posibilidades. El más ingenuo o paciente emprendía la ímproba tarea de convencer a su pareja de la legitimidad de las modestas gratificaciones que él reclamaba. Le dedicaban tardes enteras e interminables discursos. Perdían el tiempo, si alguna chica consentía era para atrapar marido. Cuando existía el peligro de la ruptura por desaliento del novio, se le toleraban a la chica algunas concesiones, que no pasaban de la caricia y el beso; pero con algunas restricciones mentales: “Cuando beses a un chico piensa en tu última comunión y en la santa hostia que se posó en tus labios”. Antes de esto, la chica debía de asegurarse de que su pareja ofrecía garantías de amor estable y duradero.

En los duros años de la posguerra, el novio celtibérico, machote y lanzado, advertía que en su “santa” novia y futura “santa” esposa no encontraría jamás el desahogo sexual que necesitaba urgentemente, así que recurría a otra aliviadoras – la prostitución, alguna amiga de clase humilde, la criada (tradicional iniciadora sexual de los delfines de la burguesía) o simplemente, la masturbación. También inmorales y condenados, pero que en la práctica gozaban de mayor tolerancia. Los jóvenes salían con sus novias mansos, relajados y pacientes, habiendo descargado clandestinamente sus tensiones eróticas. Una vez más, la doble moralidad. Contra la masturbación, “el vicio solitario”, se acumularon las maldiciones y advertencias. Debilitaba el cerebro, consumía la médula de los huesos y podía conducir a la tuberculosis y a la locura(en la época del hambre eran palabras mayores)